32
Hoy cumplo 32 años, ni más ni menos.
La idea no me encanta, hace tiempo que prefiero las temporadas a los años. Pero para no centrarme en que son muchos, en que el DNI no miente y que soy lo que en todas las sociedades y generaciones de la historia se conoce como un adulto hecho y derecho, y sobre todo en que este cumpleaños pone un clavo más en el ataúd de mi sueño de jugar en el Real Madrid, me ha dado por comenzar a elucubrar acerca de este número, que resuena a autobús Pavones - Benavente.
El 32 es como esa chica bonita, educada y discreta, que no llama la atención y se junta con otras dos más exuberantes y populares. El 31 es sinónimo de Nochevieja, de nómina, de alegría y de ilusión por lo nuevo. Y el 33 es preciosa iteración, tercio infinito, los años de Cristo y, crucemos los dedos, Fernando Alonso y su Aston Martin.
Sin embargo, yo me quedo con el 32. Número ingenieril, de tarjeta de memoria, construido por multiplicación de doses, como un equipo pequeño sacando un defensa detrás de otro para mantener el resultado. Y es que además, para los madridistas más viejos el 32 es un número lleno de carga emocional.
Como lamentablemente algunos no sabréis a qué me refiero, os daré contexto: desde 1966 hasta 1998, el Real Madrid estuvo 32 años sin ganar la Copa de Europa. Sé que ahora que os cuesta recordar algún campeón que no sea el Madrid esto os parecerá mentira, pero es así. Y 32 años, aunque sean pocos si los comparamos con los 120 de sequía del Atlético, fueron una eternidad para el rey de reyes.
Yo pienso en clave futbolística de manera casi enfermiza, así que no puedo evitar comparar mis años con aquellos. Fueron (y han sido) tiempos felices y llenos de vida, sin lugar a dudas. Amancio, Pirri, Juanito, los vuelos sin motor de Santillana, noches salvajes de remontada en el Bernabéu… diversión, casticismo e identidad a raudales que iban sumando en nuestro carácter. Y pese a algún coqueteo puntual, la Copa de Europa no nos ocupaba ni nos preocupaba, parecía algo de otra época.
Y llegó la Quinta, con la clase infinita de Míchel y la sonrisa de niño travieso del Buitre. Y, ahí sí que sí, el madridismo empezó a soñar que todo era posible, a lomos de ese Bernabéu que seguía sumando en cada noche importante. Pero aunque teníamos los mejores mimbres, lo merecimos más que nadie y tuvimos más ganas que ninguno, el PSV y el Milán nos despertaron de golpe. En Tenerife acabamos de perder la inocencia, y la injusticia flagrante nos convirtió en carne de diván.
Pero el camino a la gloria llega cuando menos te lo esperas. Aunque vayas séptimo en liga y el vestuario sea ingobernable, aunque tus aficionados estén tan despistados que te tumben una portería y vivas en fuera de juego, el balón puede aparecer botando en el área pequeña en cualquier momento y sólo hay que estar en guardia, preparado para hacer que bese la red.
Por eso hay que fijarse en Pedja Mijatovic: apretar el gesto, mascar chicle y disimular las lesiones. Roberto Carlos puede centrar en cualquier momento, en cualquiera, y hay que adelantarse a la defensa rival.
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