Mis adorables vecinos
Los seres humanos somos, indudablemente, seres sociales. Tenemos varios círculos de personas con quienes vivimos en constante interacción, y que influyen en nuestra forma de ser y en nuestro estado de ánimo.
El primero es la familia, aquellos con quienes compartimos lazos de sangre indisolubles. Sean familias bien o mal avenidas, para todos es el núcleo en el que somos criados y crecemos. Después aparece la pareja, que si fragua poco a poco se entrelaza en el núcleo familiar hasta formar uno en sí mismo; el ciclo de la vida abriéndose camino. Por supuesto también están los amigos, de quienes se dice que son "la familia que uno elige". Y compañeros de trabajo, de clase, de equipo de fútbol... y un largo etcétera.
Pero hoy quiero pararme y hablar de los vecinos, esos grandes olvidados. Gente que vive a tu lado, pero con historias totalmente independientes a la tuya. Les ves constantemente, les saludas con una sonrisa o una inclinación de cabeza pero no estás seguro de cómo se llaman, y en tu cabeza te inventas en qué trabajan y qué clase de promesa han hecho con el diablo para tener que salir a correr todos los días a las 07.00 am.
Dependiendo de cuándo y cómo les conozcas puede que se conviertan en tus mejores amigos, como aquel retaco de gafitas y pies planos al que conociste con 3 años o a ese travieso de tu clase que llegó al bloque cumplidos los 9. Pero no te confíes, porque también pueden convertirse en tus archienemigos. Papel celo en el telefonillo, constantes llamadas a la policía, amenazas, ruidos vengativos, lanzamientos de objetos a tu casa e incluso incidentes con orines de por medio... todo esto lo he vivido en primera o tercera persona. Mi experiencia me dice que cuando una relación vecinal se enquista, tu patio se convierte en Bahía de Cochinos y ni el diplomático más reputado de las Naciones Unidas puede arreglarlo.
En mi casa tengo una muestra interesante de todas estas variedades. Por un lado, comparto rellano con una pareja de ancianos encantadores con los que da alegría cruzarse, entablar conversación y echarles una mano en lo que necesiten. Nunca tienen una mala palabra ni una queja, se preocupan por ti si hace tiempo que no te ven y son, en definitiva, unos vecinos modélicos.
Sin embargo, la cosa cambia por el flanco contrario: al otro lado de la pared de mi salón vive a quien he bautizado como "Angry Lunni". Angry Lunni no tiene cara; no compartimos rellano y, por tanto, si le he visto alguna vez no le he reconocido. Tampoco tiene voz, ni género ni edad. Para mi todo en él es una proyección que crece, eso sí, a partir de una certeza: si a partir de las 11 de la noche en mi salón hay alguna señal de vida, a Angry le posee el espíritu de Manolo el del Bombo y comienza a golpear la pared con brío y evidente enfado. Una conversación mientras recoges la cena, una llamada telefónica, el volumen de la tele, todo puede ser susceptible de ser respondido con ráfagas largas de puñetazos rabiosos, que sólo cesan cuando Angry Lunni deja de escuchar esos signos de vida y vuelve a su universo de diossabequé.
Buenas noches, hasta mañana...
Tengo dudas sobre cómo afrontar esto. Tal vez presentarme en su puerta con mi mejor sonrisa, unos tapones para los oídos y una fuente de empanadillas (increíble cómo les tengo cogido el punto) engrase esta relación antes de que se enquiste definitivamente, pero mucho me temo que Angry Lunni no atiende a razones. Y la alternativa es la ley del Talión. Ojo por ojo, diente por diente. Puede ser una opción, sí, pero en la tierra en la que se quedaron en el Antiguo Testamento tienen una larga experiencia en conflictos vecinales y no parece que les haya proporcionado soluciones muy satisfactorias. Y además, yo soy más del Nuevo Testamento que del Antiguo.
Regate o choque, como con todo en la vida. Esa es la verdadera cuestión.
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